miércoles, 12 de junio de 2013

De ciudades, paisajes y goces. El caso de Bogotá


“De ciudades, paisajes y goces
el caso de Bogotá
`
Beatriz García Moreno
2010
 

            En el momento actual cuando los procesos de urbanización se han extendido a todo el planeta, la ciudad se ha convertido en paisaje fundamental que se contempla en las imágenes que ofrece, y se transforma en tanto la habitamos y hacemos propia.  En la ponencia que presento, “De ciudades, paisajes y goces” [1] propongo un acercamiento a la ciudad actual, la de cada uno, mediante una mirada que permita captar su particularidad no sólo en sus características físicas, sino a través de sus gentes con sus prácticas y nombres dados al goce que los habita.  Para ello planteo abordar la ciudad a la manera de un paisaje en el que se detiene la mirada y se espera atento a que se abra e inicie una interacción que convoque la participación de los elementos que la componen:  naturaleza, obras y habitantes; y también del sujeto que propone la experiencia.  Con esa detención busco que cada uno de los convocados, considerado como un significante, esto es como síntesis de imágenes, cuerpo y lenguaje, pueda expandirse y dar cuenta de las diversas temporalidades que en él confluyen y de las lógicas particulares que lo constituyen, de tal modo que sea posible reconocer las maneras de afectarse entre unos y otros, las tensiones que no han logrado resolverse y las fusiones que sugieren la existencia de acuerdos. Con ello espero poder dar cuenta del objeto privilegiado ciudad, en su complejidad y en la dimensión poética que encierra.[i]

El abordaje lo realizaré en dos tiempos.  En el primero, me detendré en las cualidades físicas de la ciudad que propongo, a través de una descripción que empiece a bordearlas, a diferenciarlas y a abrir senderos que permitan pensar en su forma de yacer sobre la tierra e interactuar con la geografía; en las geometrías de sus trazados y en los motivos que les dieron origen; en el sentido de su plaza fundacional; en el recorrido que proponen sus calles, y en el mensaje que se desprende de sus edificios institucionales y de la esfera privada de sus viviendas.  Intentaré, a través de esos recorridos y detenciones, distinguir el orden que las sostiene, las creencias y sueños que les dieron existencia, como también evidenciar aquello que perturba, lo que no se resiste a ser transformado y señala fisuras y vacíos imposibles de llenar.  En el segundo tiempo, me detendré en algunos de los habitantes que transitan en medio de la multitud de sus calles y son inseparables de la particularización de su paisaje. Para su identificación me apoyaré en la literatura que ha logrado caracterizarlos, nominarlos y universalizarlos y en algunas nombres dados desde lo social.  En el abordaje que propongo me detendré en sus gestos, prácticas y goces y en la manera de involucrar en ellos a quien los mira.

Primer tiempo:
De geografías, arquitecturas, símbolos y sueños

Invito a cada uno a detenerse en la imagen de su ciudad, la que cada uno ha apropiado, y a dejarse envolver en sus geografías, bien sean éstas de montaña, de llanura, de río, de costa; a distinguir en esa imagen las geometrías que dan cuenta de sus diferentes temporalidades, las cuales, a la vez que la presentan como un paisaje construido a lo largo del tiempo, permiten verla como un espacio hecho de fragmentos diversos que a veces encuentran continuidad, o simplemente, se yuxtaponen o superponen, a la manera de estratificaciones de diferente escritura y consistencia cuyas causas pueden llegar a ser indiscernibles.  Para ilustrar mi acercamiento me apoyaré principalmente en la imagen de Bogotá, ciudad en la que vivo y que presento como ejemplo, y con ello quisiera inducirlos como ya lo propuse, a mirar la de cada uno.  Planteo inicialmente, distinguir en ella aquellos elementos que le confieren una particularidad, una cierta configuración que la ha sostenido y sostiene en el tiempo a pesar de las diferentes transformaciones ocurridas,  a partir de detenerme en algunas características de su geografía y de su centro histórico.[ii]

En la detención en la imagen de Bogotá distingo la presencia de los cerros orientales que se impone como un claro límite de la ciudad.  Ellos poseen una fuerte inclinación que detiene su crecimiento, y a la vez se ofrecen como un mirador para aprehenderla en su extensión.  Estos cerros a través de la historia de la ciudad, han tenido diferentes significaciones.   En época de los primeros habitantes, los cerros fueron considerados como lugar sagrado, pues eran el lugar por donde salía el sol y nacía el agua; ambos considerados como divinidades por los antepasados.  (Con esta detención evoco a Machupichu, a Teotihuacan y a un sin número de ciudades latinoamericanas cuyas huellas aún están presentes).  En la época de la Colonia, los cerros sirvieron para recostar a ellos la ciudad apenas fundada, como lo recomendaban las Leyes de Indias (S.XVII), y también para localizar en ellos algunos templos católicos, como sucedió con los santuarios de Monserrate y Guadalupe que desde el siglo XVIII, los marcaron con su presencia.  Estos santuarios han tenido como propósito dedicar la ciudad a alguna divinidad protectora, como ha sucedido de manera constante a lo largo de la historia, en diferentes ciudades del mundo.  En la actualidad, cuando parecería que ya los dioses han abandonado la tierra, los habitantes de Bogotá y otros que la visitan, continúan considerándolos como lugar de peregrinación, como sus cerros tutelares. En muchas ciudades latinoamericanas continua la práctica de honrar a los dioses y es común encontrar diversos lugares de peregrinación o señalados por la presencia de alguno de ellos.

Los cerros pueden apreciarse desde la amplia sabana sobre la cual se extiende la ciudad.  En la actualidad, ellos son referencia importante para sus habitantes, un escenario contundente que da claro límite a sus movimientos; que a la vez que los orienta en las direcciones norte - sur, oriente - occidente, les revela los fenómenos del cielo, pues en ellos se recogen la luz y la oscuridad, la humedad y la aridez, y se revela con toda su fuerza, el ciclo del tiempo, en el ritmo sucesivo de mañana, mediodía, atardecer y noche.  A través de los cerros, el cielo con toda su variabilidad se hace presente:  en los días de tormenta se cargan de aguas y vientos que luego se derraman en lluvias que se deslizan suave o fuertemente por sus pendientes; y en los días despejados, cuando el cielo se pinta de azul intenso, se ofrecen como guardianes amables que orientan a pesar de sus secretos.

Cada ciudad evocada en este momento, la que cada uno tiene enfrente, podría dar cuenta de aquello de su geografía que la acompaña, el mar o el río en las ciudades costeras, el valle, los desiertos, en las del interior.  Cada ciudad se asienta sobre geografías que han servido de posibilidad de cultivo, de posibilidad de defensa, de posibilidad de ensoñación y disfrute. 

Cada ciudad yace sobre la tierra de manera particular, parece que se sembrara en ella; y en esa manera de yacer da cuenta de las diferentes temporalidades que la componen.  En la imagen de Bogotá que presento, es posible distinguir su trazado fundacional y las líneas de las geometrías mediante las cuales se ha expandido en el espacio a través del tiempo; las cuales se refieren a modelos, mandatos y sueños; e igualmente evidenciar las fisuras que en ocasiones parecen amenazar su estabilidad o simplemente particularizarla.  En las ciudades latinoamericanas originadas luego de la conquista española, como es el caso de Bogotá, es posible ver la mezcla de trazados donde prima la ortogonalidad propia del momento fundacional, con otros del siglo veinte que exhiben geometrías radiales donde sobresale la diagonal, amplias dimensiones propias de supermanzanas  a la manera del movimiento moderno, o figuras que simplemente se pegan a las curvas de nivel y parecen responder tan solo a la ley de la tierra. Algunos ejes atraviesan grandes sectores e imponen movilidades y velocidades que superan las de la escala humana.

El centro histórico de Bogotá se localiza en el pie de monte de los cerros orientales y se extiende hacia la sabana. A pesar de que es un pequeño fragmento de la totalidad de la ciudad, concentra una gran carga simbólica e imaginaria que hace relación a momentos significativos de su historia.  Podría pensarse, como muchos lo creen, que en él se anida el alma de la ciudad.  Su espacialidad parte de un orden geométrico con base en el ángulo recto, a la manera del orden entre lo público y lo privado que fue consignado en las Leyes de Indias, y más lejos aún, previsto por Hipodamos de Mileto cuando proponía para su ciudad natal, un orden basado en este ángulo que consideraba expresión máxima de la razón, y por lo mismo, un instrumento que podría garantizar la armonía de la ciudad.[iii]  En el caso de Bogotá, como en el de muchas otras ciudades de América Latina, ese orden fue interrumpido por la presencia de elementos de la geografía, cerros, ríos y quebradas, que hicieron que la cuadrícula encontrara un límite, que el modelo tuviera que ajustarse a lo inamovible[iv].  En la actualidad la traza ortogonal recostada en los cerros no encuentra una continuidad en los asentamientos recientes que se han generados de manera espontánea sobre el pie de monte sin más ley que la tierra misma, como si estuvieran abandonados a su propia suerte.

En el centro histórico como en el resto de la ciudad, en los días de lluvia otras trazas aparecen, y se imponen sobre cualquier orden.  Son las trazas del agua que corren abruptamente a través de los planos inclinados de los cerros, y que al llegar al plano horizontal de la sabana se expanden por donde pueden, sobrepasando, muchas veces, los cauces construidos para cuidar de ese orden.  Cuando estas trazas se descubren, un lejano dolor se expande y un desasosiego por lo desaparecido y ante lo imposible, aparece.

En la traza ortogonal fundacional, la ciudad tiene su centro histórico, el cual se desarrolla  a partir de la Plaza Mayor que la jerarquiza y dota de un corazón.  Ella contiene las instituciones del nivel nacional y de la ciudad, de las cuales emanan las leyes para la conducta de los ciudadanos.  Cada uno de los edificios que la conforman, como su misma traza, hablan de acuerdos logrados a través de su historia, o de valores impuestos institucionalizados y consignados en  el Capitolio, la Alcaldía de la ciudad, la Catedral, el Palacio de Justicia.  La Plaza descubre una ciudad de monumentos que simbolizan normativas sociales, cuyo ejercicio, a través del tiempo, ha ido delineando una identidad, definiendo una ética social, un hacer político, un comportamiento religioso.  Las jerarquías y significados se expresan en los materiales, líneas compositivas y ornamentales de estas construcciones.  Más allá de esa escenografía que de manera permanente hace alusión a una historia particular, es posible que quien experimente la Plaza en las horas de la noche, cuando todos se han ido y el movimiento que acompaña al día así como la luz que lo caracteriza han cesado, sienta que ésta, la Plaza, pierde su clara significación, y se torna siniestra, debido al regreso, en complicidad con la oscuridad, de imágenes de su pasado que han estado represadas durante el día.  Las antiguas culturas que habitaron el lugar se revelan a través de huellas que parecían acalladas; las viejas batallas, los allí sacrificados y que aún buscan sepultura, a la manera de fantasmas, parecería que quisieran salir de sus escondites, y que en medio de una danza macabra trataran de instalarse y ocupar todo el espacio, como queriendo impedir el olvido.

Deambular por las calles de trazado ortogonal de ese centro histórico, implica no solo vivir el presente sino también descubrir ritmos que responden a la colonia, a ese momento donde lo privado se encerraba detrás de muros de tapia blanca y ventanas de madera.  A través de las puertas que aún permanecen, se pueden percibir los zaguanes que introducen una pausa penumbrosa entre el afuera y el adentro, los cielos atrapados en los patios, los micro-mundos creados por las diferentes generaciones que han recorrido y reposado en sus corredores, los olores que se desprenden de los jardines bien mantenidos y de los huertos del fondo.  En su disposición interior, muchas de ellas conservan aún esos espacios que traen al presente, el movimiento de quienes las concibieron, y hacen alusión a sus aspiraciones y creencias.  En la actualidad, muchas de esas viejas casonas presentan cierto grado de abandono y de humedad que las envuelve en atmósferas de largos silencios, que traen espectros que hablan de viejos dolores, de heridas nunca sanadas.

En muchas de las calles del centro histórico de Bogotá, puede verse la introducción de un ritmo mucho más marcado, que se sobrepone al casi casual que aparecía en las construcciones coloniales.  Esto corresponde a la época de la llamada arquitectura republicana, cuando las ventanas se convirtieron en puerta-balcón sobre la calle y se repitieron una tras otra como queriendo responder a un compás constante.  En los accesos de muchas de las casas, se construyeron columnas y ornamentos que los monumentalizaron y dieron cuenta, en el ámbito de lo público, mediante ornamentos diversos sostenidos por imaginarios de diferente tipo, de la jerarquía de sus residentes, de sus procedencias, sueños y apetencias.

La cadena conformada por la sucesión de edificaciones a veces se interrumpe de súbito, denotando un faltante, como un eslabón perdido a través del cual es posible que otro llamado, diferente del claramente establecido, irrumpa.  La presencia de vacíos como ruinas se repite de vez en cuando, mientras se intercalan altos edificios que hablan de la industrialización y del progreso.  Cada uno de estos hechos evoca dolor o triunfo, pérdida y/o necesidad de cambio.  Los vacíos recuerdan incendios de mediados del siglo pasado, revueltas populares que se desataron luego del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán, en 1948; los edificios, algunos de ellos en gran altura, son construcciones posteriores, símbolos del desarrollo económico, que ha buscado llenar esos espacios, pero no ha sido posible y la memoria del dolor continua presente sin poder ser aniquilada.  Parecería que los muertos de los diferentes momentos de violencia que allí se han sucedido aún estuvieran deambulando y clamaran sepultura.[v]

El centro histórico recoge diferentes temporalidades, diferentes sentidos del orden:  La ciudad colonial, la de la industrialización, la de la violencia, la de las multitudes, la de los ritmos continuos y los discontinuos, la de las permanencias.  Los posibles acuerdos establecidos en las diferentes épocas se manifiestan en fragmentos que apenas se interceptan o yuxtaponen, dejando un espacio para un sinnúmero de normas, y para un sinnúmero de posibilidades.  Las imágenes plásticas y simbólicas se reúnen y ponen de presente imaginarios diversos, en tanto que los vacíos que dan cuenta de lo desconocido, se ofrecen como provocación constante para continuar y desentrañar un sentido que no cesa de fugarse.

Segundo tiempo:
De gentes, perturbaciones y goces
            La ciudad hace suyos a cada uno de sus habitantes, los integra a la espacialidad de su paisaje, los hace parte de él, les ofrece identificaciones que le producen agrados y desagrados, rechazos y angustias que se manifiestan en ambivalencias de diferente tipo.  Los habitantes expuestos en la ciudad en los que quiero detenerme, se refieren a algunos personajes y grupos humanos que han sido caracterizados por la literatura y por los estudios sociales. Son personajes que se han podido reconocer en medio del anonimato de las multitudes que recorren las calles de la ciudad actual, por sus gestos, sus andares y prácticas.

  Estos habitantes que hacen parte del paisaje quiero pensarlos como sujetos constituidos por sus goces, como sujetos que en cada una de las prácticas que realizan se exponen al otro para ser mirados en sus movimientos, fantaseados, deseados o ignorados.  Freud en sus escritos habla de un sujeto de deseo, que está en búsqueda permanente, y esa búsqueda le da orientación a su ‘ser y estar en el mundo’, y podríamos decir a ‘su hacer su vida’.  No es un sujeto de necesidades instintivas que se satisfacen con un objeto específico que adquiere, sino que es un sujeto de pulsiones que buscan satisfacción a toda costa, lo cual quiere decir que en cada uno de sus actos está incluido su cuerpo erotizado, sexuado; es un sujeto de lenguaje en falta, que tiene que poder integrarse a una sociedad e interactuar con ella en los campos simbólicos e imaginarios que la constituyan, y además tiene que soportar sus propias imposibilidades e impotencias. Es como diría Lacan, un sujeto de un goce que se detecta en sus acciones, gestos y movimientos y también en el nombre que lo identifica[vi].

Con las aclaraciones anteriores, propongo mirar esa ciudad antes descrita, como un paisaje habitado con personajes y grupos que han alcanzado una nominación en la cual hay referencias a los goces en los que están atrapados.  Se trata de mirar esos goces expuestos en el espacio del afuera, en el que llamamos público, el de las calles, parques y plazas; de tratar de identificar las pulsiones que los invaden y orientan, pues ellas marcan la escena donde aparecen. Al detenernos en sus cuerpos, gestos y movimientos, es posible escuchar ecos de las voces de mando que guían sus andares, rasgos de las lógicas que están en juego en la manera de nombrarse, de presentarse, de apropiarse de los espacios, de insertarse en la multitud; de poner en palabras orientaciones que gobiernan sus ausencias y presencias.

Para no acudir a la imaginación que podría llevarme a describir personajes fantásticos o poco creíbles, me apoyaré en la literatura y trataré de señalar algunos que han sido tipificados y nombrados por algunos escritores, personajes que considero que siempre han habitado la ciudad actual, desde sus inicios en la ciudad industrial del siglo XIX, caracterizada por la aparición de las multitudes y la desaparición en ellas, del sujeto. Al optar por este camino recojo la propuesta de Walter Benjamín[vii], cuando en su búsqueda por entender la ciudad del capital, volvió sobre la ciudad industrial del siglo XIX, e indagó en aquellos autores que se detuvieron en algunos personajes que parecían deshechos en medio de la gran masa humana, y pudieron identificarlos y nombrarlos, como fueron entre otros Charles Baudelaire y Edgar Allan Poe.  Estos autores lograron caracterizar algunos personajes cuyos comportamientos y prácticas urbanas dan cuenta de habitantes de la calle atrapados en su propio goce, alimentados por la multitud misma y expuestos a la mirada del poeta que tiene la capacidad de narrarlos, de convertirlos en motivo para pensar lo que en ella sucede, de atraparlos en medio de la perturbación que generan; de dar cuenta de su manera de estar, de hablar, de mirar, de moverse, esto es de sus goces en medio de la muchedumbre,.  Con las miradas de estos escritores y las nominaciones que proponen, la masa humana que circula por las calles y parece ser impenetrable y homogénea, se disuelve y descompone y aparecen sujetos que se ofrecen para ser reconocidos en sus gestos y movimientos, en su pertenencia a uno u otro grupo, en sus propios mundos.  Estos personajes aún vagan por las calles de la ciudad actual y arrastran su dolor, su lucha y su inercia, y lo hacen al lado de otros aparecidos más recientemente en diferentes ciudades, que buscan nombre y perturban con su presencia.  Me refiero a aquellos expulsados que quizás aún están impregnados del aroma del campo de donde provienen, y que en su condición de desplazados derivan por la ciudad sin orientación alguna, con el peligro de convertirse en indigentes, desaparecidos o en N.N., aún con vida, o muertos sin sepultura.

Antes de detenerme en algunos de esos personajes que vagan por nuestra calles quisiera traer a Jacques Prevert, el poeta francés, cuando deteniéndose en las calles de su ciudad, dice:

HE VISTO A MUCHOS…
He visto a uno que se había sentado sobre el sombrero de otro
Estaba pálido
Temblaba
Aguardaba algo… quién sabe qué…
La guerra… el fin del mundo…
No podía ni siquiera hacer un gesto
O hablar
Y el otro
el que buscaba “su” sombrero estaba más pálido aún
y también temblaba
y se repetía sin cesar:
mi sombrero… mi sombrero…
y tenía ganas de llorar.
He visto a uno que leía los diarios
he visto a uno que saludaba a la bandera
he visto a uno vestido de negro
tenía reloj
cadena de reloj
monedero
la legión de honor
y quevedos.
He visto a otro que arrastraba al hijo de la mano
y que gritaba…
He visto a uno con un perro
he visto a uno con bastón de estoque
he visto a uno que lloraba
he visto a uno que entraba en una iglesia
he visto a otro que salía de ella[viii]

De la literatura mencionada, quiero hacer referencia a algunos de los personajes que exponen su goce en la ciudad y que desde su creación siguen estando presentes:

1.  El hombre de la multitud:  Edgar Allan Poe en el escrito “El hombre de la multitud”[ix], a través de un narrador convaleciente que mira desde la ventana de un café,  da cuenta de la muchedumbre que recorre las calles del Londres del siglo diecinueve.  La examina y la presenta por grupos de acuerdo con sus movimientos, vestimentas, maneras de caminar.  Cada uno de ellos, le sugiere conexiones diferentes con el mundo y mundos diferentes.  Los que la conforman se mueven sin parar, como si estuvieran atravesados por un tiempo que les impide detenerse.  Su manera de caminar los presenta como autómatas que responden a una especie de mecanismo oculto.  Las miradas simplemente se rozan, se evitan, pues detenerse en el otro podría desatar sentimientos que no convienen, les impediría llegar a tiempo a alguna parte, desobedecer alguna orden.  Ellos parecen estar presos de algún mandato, y su caminar por la ciudad lo denota.  Parecen estar devorados por el goce de otro que no les concede la posibilidad de deseo, y los despoja de lo que los constituye, pues necesita consumirlos para su propio beneficio.

Poe reconoce un hombre que se desliza en medio de la multitud, sin dar cuenta de una orientación. El escritor describe los movimientos mecanizados de su cuerpo que parecen responder a una voz por fuera de él mismo, a algo que parece desprenderse de esa multitud en medio de la cual se mueve frenéticamente, como dice Benjamín cuando examina ese cuento[x].   “El hombre de la multitud” no puede apartarse de ella, se mueve a su ritmo, allí encuentra su alimento, la hace su cuerpo a la manera de un objeto oral que chupa, a la vez que se adhiere.  De este cuento, Benjamín resalta la automatización del hombre de la multitud, consecuencia entre otras cosas, del shock que según ellos, produce la gran ciudad. Vale recordar que tanto Poe como Baudelaire tuvieron la experiencia de una ciudad que apenas surgía, en la cual la multitud era un fenómeno nuevo que apenas se reconocía, pero que ya los arrastraba en su masificación y anonimato, y les indicaba otras lógicas de funcionamiento.

Muchos de los habitantes anónimos que recorren la ciudad actual, nuestras ciudades, exhiben movimientos similares a los que caracteriza Poe en su cuento.  Podría decirse que el hombre de la multitud es un personaje típico de la ciudad capitalista, como lo son también los grupos que describe en medio de la muchedumbre.  Su existencia pone de presente que esta ciudad gobernada por un amo impersonal que impone la producción y se sostiene en las necesidades del sistema en el cual surge, toma del sujeto su goce y lo consume en su afán de producción y reproducción.

 2.  El Flaneur y el poeta.  El flaneur es el personaje identificado por Baudelaire que se pasea por las calles, que habita en ellas, que observa, pero que a la vez, como dice Benjamín, parece no poder desprenderse de su espectáculo, estar preso de la multitud.  No puede dejar de mirar y, al mismo tiempo, siempre está expuesto para ser mirado.  Como en un juego de espejos, su imagen sólo la reconoce en esa multitud que lo alimenta y sostiene, que le fija recorridos y le da satisfacción.

Benjamín dice que Baudelaire en algún momento pensó que el flaneur era igual al poeta, pero luego dice que no es así, pues éste, el poeta, se aparta, no participa del juego.  Necesita de la soledad[xi].  Baudelaire lo dice de la siguiente manera:

Quisiera descontento de todo el mundo y descontento de mí mismo, redimirme y sentirme un poco orgulloso en el silencio y la soledad de la noche. ¡Almas de los que he querido, almas de los que he cantado, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vapores corruptores del mundo! ¡Y tú mi Señor y mi Dios! ¡Concededme la gracia de producir algunos versos hermosos para probarme a mí mismo que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a aquellos que desprecio! [xii]

Multitud, soledad:  términos iguales y controvertibles para el poeta activo y fecundo.  Aquel que no sabe poblar la soledad no sabe tampoco estar solo en medio de una muchedumbre atareada.[xiii]

3.  El hombre de arena:  El acercamiento a la literatura como posibilidad de reconocer comportamientos del ser humano, de entender su vida, también lo realizó Freud, y en esa indagación se detuvo en el cuento ‘El hombre de arena’ de E.T.A. Hoffman, cuando en su escrito “Lo Ominoso[xiv] trata de explicar este sentimiento, y habla de cómo lo familiar tiene la posibilidad de convertirse en no familiar.  Para ello hace referencia a la relación existente entre el hombre de arena y Nathaniel, protagonista del cuento, la cual está marcada por el terror que el primero causó en el segundo, desde el momento mismo cuando en la infancia, se le amenazaba con su presencia.  El hombre de arena es un personaje de quien se desconoce su procedencia, y solamente se le ubica por su comportamiento, el cual de acuerdo con la descripción de Hoffman, se caracteriza por arrojar arena a los ojos de los niños, para luego robárselos y dárselos de comida a sus pequeños.  Su caracterización, dice Hoffmann, es usada con frecuencia por madres y nodrizas para asustar a los niños que se portan mal.

Este cuento le sirve a Freud para desarrollar su teoría sobre la angustia y lo siniestro que quiero relacionar con la experiencia de la ciudad.  De su exposición se puede deducir que el hombre de arena puede ser un personaje de la multitud que tiene la capacidad de causar terror a quien lo encuentre; o de aparecer en otros que parecen conservar algunos de sus rasgos, y de nuevo despertar en quien lo experimenta, el sentimiento de lo siniestro, pues lo caracteriza como el que mutila, el que quita un órgano, el que castra.  Este personaje amenaza con la posibilidad de suprimir el órgano de la visión, un órgano relacionado con el poder ubicar al Otro como testigo que legitime al sujeto, a su imagen, y de esta manera posibilite un camino para su deseo.  Este hecho lo hace causante de producir no sólo terror sino que debido al sentimiento que despierta, parece encarnar la posibilidad de aparecer multiplicado, a la manera de un doble, en personajes diferentes; esto es, como un fantasma que tiene la facultad de aparecer y desaparecer cuando nadie lo espera.

En tanto que la calle de la multitud ofrece una gama de personas sin rostros, vaciadas de identidad, parece darse un ambiente de fácil moldeabilidad  para asumir el rostro del fantasma de quien mira.   De esta manera lo familiar del paisaje recorrido se convierte en no familiar, y la multitud que parecía poder reconocerse desde la distancia se complejiza, pues en ella no sólo se encuentran personajes que pueden agredir y hacer daño, sino también fantasmas que tienen la posibilidad de despertar todos los temores.[xv]

La interpretación que hace Freud de este cuento, permite pensar que también los objetos mecánicos que invaden la ciudad y se exhiben en las calles y vitrinas, pueden por alguna circunstancia psíquica del sujeto, adquirir vida y ser objeto de temores y fantasías de quien se encuentra en la calle, en medio de la multitud.  Ellos son parte del paisaje y pueden llegar a invadirlo de tal manera, que sea imposible diferenciar lo orgánico de lo inanimado.  Lo inanimado como sustitución de lo orgánico es algo que se ha ido imponiendo en la sociedad capitalista, y la ciudad, desde sus inicios, llena de mercancías y de objetos mecánicos, da cuenta de ello.

Sobre otros personajes: 
            Los anteriores personajes han sido identificados en sus angustias, temores y goces por diferentes autores que han enfrentado los temas de la multitud y del sujeto en medio de ella; sin embargo, creo que es necesario que siguiendo el camino por ellos esbozado, podamos mirar otros  goces expuestos en las calles de algunas ciudades actuales y la manera como las particularizan con nuevas significaciones y sentidos.  Sitios que en una época pudieron tener una clara destinación social, empiezan a transformarse y a perder su carácter original, debido a la aparición de nuevos grupos que se amalgaman en torno a causas oscuras que los lanzan a andares sin rumbo claro, a incorporarse a una multitud que parece extenderse al infinito.  (No quiero detenerme en las posibilidades que brindan las tecnologías de la informática para el encuentro con una multitud virtual que parece ofrecer caminos infinitos para múltiples identificaciones y también para que en medio de lo que parece familiar, aparezca lo desconocido, lo que angustia, la muerte.)

Haré mención solamente a dos de los personajes de la ciudad contemporánea, que entre muchos otros, han sido nombrados de alguna manera, y merecen ser investigados con más detalle, ellos son el desplazado y el NN:

Del desplazado al indigente:  Una de las características que ha identificado a la multitud de la ciudad capitalista, basada en las leyes del mercado, es la movilidad, el cambio forzado de territorio debido generalmente, a situaciones relacionadas con la política y la economía.  En el caso de Colombia esta expulsión se ha dado acompañada de la violencia física, y a los que la han sufrido, se les denomina desplazados.  EL desplazado se caracteriza por haber sido expulsado de su lugar de origen o de algún lugar, y por encontrarse sin plaza, desprotegido, desprovisto, desamparado y a la vez vacío, despojado.  Muchos de ellos se apropian de alguna esquina de la ciudad, a la manera de un territorio, y desde allí exhiben su condición de desposeídos, acompañada de un pedido insistente y a veces agresivo, de alguna donación para suplir sus necesidades. 

La situación en la que se encuentran tiene riesgo de convertirse en permanente, y ello puede llegar a producir sentimientos de angustia en quien los observa debido a diversas razones, entre las cuales pueden mencionarse:  a) su condición de personas que han sido expulsadas de sus lugares de origen por la violencia, asociada generalmente, a imágenes de violencia y de muerte; b) su condición de personas desposeídas expuesta en medio de la calle, se asocia con abandono y con el peligro de una caída total en la indigencia, la cual puede llegar a convertirlos en una especie de deshecho humano (algunas veces los llaman  desechables).  Las condiciones de despojo en las que se encuentran hacen que no puedan tener el control debido sobre las emanaciones de su cuerpo, de tal manera que éste, casi llega a confundirse con aquellas, a ser únicamente deshecho.  Es un cuerpo que se descompone en vida a la vista de todos, y ello se presenta para muchos, como una especie de peste de la que hay que alejarse.;  c) su estadía en la calle, si bien en un primer momento se presenta como coyuntural, como una transición, amenaza con convertirse en permanente, no sólo porque no es seguro que encuentren algún empleo y un sitio donde refugiarse, sino porque la misma posición de víctimas en la que se presentan, puede llevarlos a comportamientos que encuentren alguna complacencia en ese estado.

            El convertirse en indigente podría asociarse con un rasgo relacionado con un vaciamiento interno, con no poseer nada, no poder dar nada, no tener o retener algo;  con un cuerpo que no posee, que no excreta, que está vaciado, que no ha heredado nada, que no ha acumulado, que deambula vacío, agredido, mutilado.  No hay respuesta a la demanda del Otro, porque no tienen nada para dar.

1.  El N.N. vivo y muerto:  El N.N. se refiere al que no tiene un nombre propio que le posibilite una identidad, en el cual pueda reconocerse un primer destino dado por el padre, un deseo que pueda ser reconocido por el otro semejante y por el Otro como parte de su goce.  La falta de nombre propio se presenta como imposibilidad de reconocer la carencia de una tradición, de un linaje en el cual se inscribe, de un deseo con el cual pueda identificarse[xvi].  Al carecer de nombre, el sujeto desaparece y se convierte en parte de una masa donde no hay diferenciación, y donde esa masa misma, parece ser su propio sostén.   El nombre propio es una distinción, que en una comunidad cercana puede indicar origen y procedencia.  El nombre propio distingue y da una posibilidad de forma.  Es la presencia de la voz del padre que nomina.  Cuando ella no está, es la ausencia de esa voz la que se impone, y el sujeto no puede encontrar deseo alguno.
           
El N. N.  puebla de manera generalizada no sólo las calles, sino los morgues y los cementerios.  Sus fantasmas recorren nuestras ciudades pidiendo que se les llame por su nombre, que se les identifique.

A modo de cierre:  Cada uno de los personajes anteriormente señalados está definido por rasgos que se refieren a su goce, el cual se presenta, en muchos de ellos, de manera descarnada, sin velo alguno y se ofrece como rasgo que da pie para que la angustia aflore.  Ellos se refieren a la pérdida de algo, relacionada con el otro, con la manera de interactuar en y con  él.  El otro de la calle se ofrece como espejo de identificación, sin embargo al mirarlo, la imagen que ofrece no siempre es la que quisiera verse, sino que es una imagen cargada de aspectos que preferirían evitarse, pues se teme que ellos devuelvan un rasgo propio que no quiere verse.

Con lo dicho anteriormente considero que es posible abrir camino para escudriñar en la multitud y encontrar al sujeto en la búsqueda de orientar su deseo, de lidiar con su goce.  Ello ayudará a señalar las lógicas que allí se encuentran, las posibilidades e imposibilidades de acercamiento y diálogo.  Quizás encontremos allí los grandes personajes que fundan nuestras ciudades acompañados de Aurelianos Buendías y de gitanos que portan sus saberes como el viejo Melquisedec de Cien Años de Soledad[xvii] de Gabriel García Marquez, quien a la manera de gitano habita las calles y ofrece diferentes objetos que tienen poderes desconocidos; o de Genovevas Alcocer, que como lo cuenta Germán Espinosa, en La Tejedora de Coronas[xviii], va errante por el mundo presa de su deseo de saber, camuflada en medio de las multitudes para no ser vista; o de Ulises Lima personaje de Los detectives salvajes[xix] de Roberto Bolaño, que va inventando mundos con base en sueños poéticos para poder vivir en medio de esas grandes ciudades en las que no se le acoge ni es reconocido.  Tantos y muchos otros han sido seguidos por poetas y literatos quienes han indagado en sus vidas. Pero allí quedan los otros, los sin nombre, que parecen crear puntos huecos en el paisajes, vacíos que se agrandan y lo descomponen, solicitando ser nombrados para poder existir.

La ciudad se ofrece como una maraña de tramas urbanas, mientras lo imaginario, de manera visionaria, acompaña formas de actuar de sus habitantes a través de gestos, de movimientos, de maneras de vestirse, que a veces se desprenden de la tradición, y en otras la transgreden.  La ciudad en su acción cotidiana revela ese hacer del ser humano, su fragilidad y contingencia, sus búsquedas y logros, sus aspiraciones.  No es la gran composición sino la mirada a ese suceder lo que da pie para comprenderla en su posibilidad de dar cabida a un habitar que se sucede entre la acción y la representación, el movimiento y la memoria.

            La ciudad se inserta en la trama de la experiencia de la vida de quienes la habitan.  Su morfología habla de su conformación plástica en relación con la tierra donde se asienta, de su topografía y clima, de su paisaje.  También habla de los valores instituidos, del bien legitimado, que ofrece un campo simbólico para el hacer humano, que se manifiesta en un lenguaje, en unas jerarquías establecidas, que condicionan un hacer que se sucede en un tiempo histórico.  Su experiencia convoca memorias que se refieren a ese transcurrir, a costumbres particulares, a afectos que se recrean o se ocultan, que se repiten o modifican, a la vez que ponen de presente lo no sabido, lo irracional y lo innombrable.



[1].  Este escrito fue leído en la bienal de Arte y Arquitectura de Canarias, abril de 2008.  En la actualidad se encuentra en elaboración.



[i].  En escrito es producto de una investigación, sobre el tema “Ciudad, instituciones y sujeto”, realizada por la autora, de manera continua desde el año 2002.
[ii].  Este modo de detenerme en la imagen de la ciudad recoge el planteamiento de Aldo Rossi sobre la existencia de algunos hechos urbano que permanecen en el tiempo y le confieren estructura.  Ver Aldo Rossi, La arquitectura de la Ciudad, Ediciones Pili, Barcelona, 1983.
[iii].  Aristóteles, Política (Madrid:  Obras Completas, 1967).
[iv].  Ver Jaime Salcedo, Urbanismo Hispano-Americano, siglos VI,XVII y XVIII, CEJA, Bogotá, 1999.
[v].  Sobre este tema ver Beatriz García Moreno, Experiencia, imagen y arquitectura, el camino de Bergson, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional, Bogotá, capítulo 3, sin publicar.
[vi].  Jacques Lacan, Seminario 10 La Angustia, Paidós, Buenos Aires 2005.
[vii].  Se hace referencia al texto de Walter Benjamín, Algunos temas en Baudelaire en Iluminaciones II, Taurus Ediciones S.A., Madrid, 1972.
[viii].  Jacques Prevert,, Palabras, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1971 págs 43-44.
[ix].  Edgar Allan Poe, The Man of the Crowd, Running Publishers, Phladelphia, 1963, págs.  647- 654.
[x].  Walter Benjamín, op.cit.
[xi].  Charles Baudelaire, op.cit.
[xii].  Op.cit., pág. 35.
[xiii].  Op. cit, pág. 39.
[xiv]. Sigmund Freud,  The Uncanny,  Standard Edition, 17. págs. 339-376.
[xv].  Sigmund Freud, op. cit.
[xvi].  Jacques Lacan, (2005),  De los nombres del padre, Paidós, Buenos Aires, págs.  65-103.
[xvii].  Gabriel García Marquez, Cien años de soledad, Editorial La oveja negra, Bogotá, 1987. 
[xviii].  Germán Espinosa, La tejedora de Coronas, Montesinos, España, 1982.
[xix].  Rberto Bolaño, Los detectives salvajes, Editorial Anagrama, Barcelona, 2006.

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