“De ciudades, paisajes y goces
el caso de Bogotá
`
Beatriz García Moreno
2010
En el momento actual cuando los
procesos de urbanización se han extendido a todo el planeta, la ciudad se ha
convertido en paisaje fundamental que se contempla en las imágenes que ofrece,
y se transforma en tanto la habitamos y hacemos propia. En la ponencia que presento, “De ciudades,
paisajes y goces” [1] propongo
un acercamiento a la ciudad actual, la de cada uno, mediante una mirada que
permita captar su particularidad no sólo en sus características físicas, sino a
través de sus gentes con sus prácticas y nombres dados al goce que los
habita. Para ello planteo abordar la
ciudad a la manera de un paisaje en el que se detiene la mirada y se espera
atento a que se abra e inicie una interacción que convoque la participación de
los elementos que la componen:
naturaleza, obras y habitantes; y también del sujeto que propone la
experiencia. Con esa detención busco que
cada uno de los convocados, considerado como un significante, esto es como
síntesis de imágenes, cuerpo y lenguaje, pueda expandirse y dar cuenta de las
diversas temporalidades que en él confluyen y de las lógicas particulares que
lo constituyen, de tal modo que sea posible reconocer las maneras de afectarse
entre unos y otros, las tensiones que no han logrado resolverse y las fusiones
que sugieren la existencia de acuerdos. Con ello espero poder dar cuenta del
objeto privilegiado ciudad, en su complejidad y en la dimensión poética que
encierra.[i]
El abordaje lo realizaré en dos tiempos. En el primero, me detendré en las cualidades
físicas de la ciudad que propongo, a través de una descripción que empiece a
bordearlas, a diferenciarlas y a abrir senderos que permitan pensar en su forma
de yacer sobre la tierra e interactuar con la geografía; en las geometrías de
sus trazados y en los motivos que les dieron origen; en el sentido de su plaza
fundacional; en el recorrido que proponen sus calles, y en el mensaje que se
desprende de sus edificios institucionales y de la esfera privada de sus
viviendas. Intentaré, a través de esos
recorridos y detenciones, distinguir el orden que las sostiene, las creencias y
sueños que les dieron existencia, como también evidenciar aquello que perturba,
lo que no se resiste a ser transformado y señala fisuras y vacíos imposibles de
llenar. En el segundo tiempo, me
detendré en algunos de los habitantes que transitan en medio de la multitud de
sus calles y son inseparables de la particularización de su paisaje. Para su
identificación me apoyaré en la literatura que ha logrado caracterizarlos,
nominarlos y universalizarlos y en algunas nombres dados desde lo social. En el abordaje que propongo me detendré en
sus gestos, prácticas y goces y en la manera de involucrar en ellos a quien los
mira.
Primer tiempo:
De geografías,
arquitecturas, símbolos y sueños
Invito a cada uno a detenerse en la imagen de su ciudad, la
que cada uno ha apropiado, y a dejarse envolver en sus geografías, bien sean
éstas de montaña, de llanura, de río, de costa; a distinguir en esa imagen las
geometrías que dan cuenta de sus diferentes temporalidades, las cuales, a la
vez que la presentan como un paisaje construido a lo largo del tiempo, permiten
verla como un espacio hecho de fragmentos diversos que a veces encuentran continuidad,
o simplemente, se yuxtaponen o superponen, a la manera de estratificaciones de
diferente escritura y consistencia cuyas causas pueden llegar a ser
indiscernibles. Para ilustrar mi
acercamiento me apoyaré principalmente en la imagen de Bogotá, ciudad en la que
vivo y que presento como ejemplo, y con ello quisiera inducirlos como ya lo
propuse, a mirar la de cada uno. Planteo
inicialmente, distinguir en ella aquellos elementos que le confieren una
particularidad, una cierta configuración que la ha sostenido y sostiene en el
tiempo a pesar de las diferentes transformaciones ocurridas, a partir de detenerme en algunas
características de su geografía y de su centro histórico.[ii]
En la detención en la imagen de Bogotá distingo la
presencia de los cerros orientales
que se impone como un claro límite de la ciudad. Ellos poseen una fuerte inclinación que
detiene su crecimiento, y a la vez se ofrecen como un mirador para aprehenderla
en su extensión. Estos cerros a través
de la historia de la ciudad, han tenido diferentes significaciones. En época de los primeros habitantes, los
cerros fueron considerados como lugar sagrado, pues eran el lugar por donde
salía el sol y nacía el agua; ambos considerados como divinidades por los
antepasados. (Con esta detención evoco a
Machupichu, a Teotihuacan y a un sin número de ciudades latinoamericanas cuyas
huellas aún están presentes). En la
época de la Colonia, los cerros sirvieron para recostar a ellos la ciudad
apenas fundada, como lo recomendaban las Leyes de Indias (S.XVII), y también
para localizar en ellos algunos templos católicos, como sucedió con los
santuarios de Monserrate y Guadalupe que desde el siglo XVIII, los marcaron con
su presencia. Estos santuarios han tenido
como propósito dedicar la ciudad a alguna divinidad protectora, como ha
sucedido de manera constante a lo largo de la historia, en diferentes ciudades
del mundo. En la actualidad, cuando
parecería que ya los dioses han abandonado la tierra, los habitantes de Bogotá
y otros que la visitan, continúan considerándolos como lugar de peregrinación,
como sus cerros tutelares. En muchas ciudades latinoamericanas continua la
práctica de honrar a los dioses y es común encontrar diversos lugares de
peregrinación o señalados por la presencia de alguno de ellos.
Los cerros pueden apreciarse desde la amplia sabana sobre
la cual se extiende la ciudad. En la
actualidad, ellos son referencia importante para sus habitantes, un escenario
contundente que da claro límite a sus movimientos; que a la vez que los orienta
en las direcciones norte - sur, oriente - occidente, les revela los fenómenos
del cielo, pues en ellos se recogen la luz y la oscuridad, la humedad y la
aridez, y se revela con toda su fuerza, el ciclo del tiempo, en el ritmo
sucesivo de mañana, mediodía, atardecer y noche. A través de los cerros, el cielo con toda su
variabilidad se hace presente: en los
días de tormenta se cargan de aguas y vientos que luego se derraman en lluvias
que se deslizan suave o fuertemente por sus pendientes; y en los días
despejados, cuando el cielo se pinta de azul intenso, se ofrecen como
guardianes amables que orientan a pesar de sus secretos.
Cada ciudad evocada en este momento, la que cada uno tiene
enfrente, podría dar cuenta de aquello de su geografía que la acompaña, el mar
o el río en las ciudades costeras, el valle, los desiertos, en las del
interior. Cada ciudad se asienta sobre
geografías que han servido de posibilidad de cultivo, de posibilidad de
defensa, de posibilidad de ensoñación y disfrute.
Cada ciudad yace sobre la tierra de manera particular,
parece que se sembrara en ella; y en esa manera de yacer da cuenta de las
diferentes temporalidades que la componen.
En la imagen de Bogotá que presento, es posible distinguir su trazado
fundacional y las líneas de las geometrías mediante las cuales se ha expandido
en el espacio a través del tiempo; las cuales se refieren a modelos, mandatos y
sueños; e igualmente evidenciar las fisuras que en ocasiones parecen amenazar
su estabilidad o simplemente particularizarla.
En las ciudades latinoamericanas originadas luego de la conquista
española, como es el caso de Bogotá, es posible ver la mezcla de trazados donde
prima la ortogonalidad propia del momento fundacional, con otros del siglo
veinte que exhiben geometrías radiales donde sobresale la diagonal, amplias
dimensiones propias de supermanzanas a
la manera del movimiento moderno, o figuras que simplemente se pegan a las
curvas de nivel y parecen responder tan solo a la ley de la tierra. Algunos
ejes atraviesan grandes sectores e imponen movilidades y velocidades que
superan las de la escala humana.
El centro histórico
de Bogotá se localiza en el pie de monte de los cerros orientales y se extiende
hacia la sabana. A pesar de que es un pequeño fragmento de la totalidad de la
ciudad, concentra una gran carga simbólica e imaginaria que hace relación a
momentos significativos de su historia. Podría
pensarse, como muchos lo creen, que en él se anida el alma de la ciudad. Su espacialidad parte de un orden geométrico
con base en el ángulo recto, a la manera del orden entre lo público y lo
privado que fue consignado en las Leyes de Indias, y más lejos aún, previsto
por Hipodamos de Mileto cuando proponía para su ciudad natal, un orden basado
en este ángulo que consideraba expresión máxima de la razón, y por lo mismo, un
instrumento que podría garantizar la armonía de la ciudad.[iii] En el caso de Bogotá, como en el de muchas
otras ciudades de América Latina, ese orden fue interrumpido por la presencia
de elementos de la geografía, cerros, ríos y quebradas, que hicieron que la
cuadrícula encontrara un límite, que el modelo tuviera que ajustarse a lo
inamovible[iv]. En la actualidad la traza ortogonal recostada
en los cerros no encuentra una continuidad en los asentamientos recientes que
se han generados de manera espontánea sobre el pie de monte sin más ley que la
tierra misma, como si estuvieran abandonados a su propia suerte.
En el centro histórico como en el resto de la ciudad, en
los días de lluvia otras trazas aparecen, y se imponen sobre cualquier
orden. Son las trazas del agua que
corren abruptamente a través de los planos inclinados de los cerros, y que al
llegar al plano horizontal de la sabana se expanden por donde pueden, sobrepasando,
muchas veces, los cauces construidos para cuidar de ese orden. Cuando estas trazas se descubren, un lejano
dolor se expande y un desasosiego por lo desaparecido y ante lo imposible,
aparece.
En la traza ortogonal fundacional, la ciudad tiene su
centro histórico, el cual se desarrolla
a partir de la Plaza Mayor que la jerarquiza y dota de un corazón. Ella contiene las instituciones del nivel
nacional y de la ciudad, de las cuales emanan las leyes para la conducta de los
ciudadanos. Cada uno de los edificios
que la conforman, como su misma traza, hablan de acuerdos logrados a través de
su historia, o de valores impuestos institucionalizados y consignados en el Capitolio, la Alcaldía de la ciudad, la
Catedral, el Palacio de Justicia. La
Plaza descubre una ciudad de monumentos que simbolizan normativas sociales,
cuyo ejercicio, a través del tiempo, ha ido delineando una identidad,
definiendo una ética social, un hacer político, un comportamiento
religioso. Las jerarquías y significados
se expresan en los materiales, líneas compositivas y ornamentales de estas
construcciones. Más allá de esa
escenografía que de manera permanente hace alusión a una historia particular,
es posible que quien experimente la Plaza en las horas de la noche, cuando todos
se han ido y el movimiento que acompaña al día así como la luz que lo
caracteriza han cesado, sienta que ésta, la Plaza, pierde su clara
significación, y se torna siniestra, debido al regreso, en complicidad con la
oscuridad, de imágenes de su pasado que han estado represadas durante el día. Las antiguas culturas que habitaron el lugar
se revelan a través de huellas que parecían acalladas; las viejas batallas, los
allí sacrificados y que aún buscan sepultura, a la manera de fantasmas,
parecería que quisieran salir de sus escondites, y que en medio de una danza
macabra trataran de instalarse y ocupar todo el espacio, como queriendo impedir
el olvido.
Deambular por las calles de trazado ortogonal de ese centro
histórico, implica no solo vivir el presente sino también descubrir ritmos que
responden a la colonia, a ese momento donde lo privado se encerraba detrás de
muros de tapia blanca y ventanas de madera.
A través de las puertas que aún permanecen, se pueden percibir los
zaguanes que introducen una pausa penumbrosa entre el afuera y el adentro, los
cielos atrapados en los patios, los micro-mundos creados por las diferentes
generaciones que han recorrido y reposado en sus corredores, los olores que se
desprenden de los jardines bien mantenidos y de los huertos del fondo. En su disposición interior, muchas de ellas
conservan aún esos espacios que traen al presente, el movimiento de quienes las
concibieron, y hacen alusión a sus aspiraciones y creencias. En la actualidad, muchas de esas viejas
casonas presentan cierto grado de abandono y de humedad que las envuelve en
atmósferas de largos silencios, que traen espectros que hablan de viejos
dolores, de heridas nunca sanadas.
En muchas de las calles del centro histórico de Bogotá,
puede verse la introducción de un ritmo mucho más marcado, que se sobrepone al
casi casual que aparecía en las construcciones coloniales. Esto corresponde a la época de la llamada
arquitectura republicana, cuando las ventanas se convirtieron en puerta-balcón
sobre la calle y se repitieron una tras otra como queriendo responder a un
compás constante. En los accesos de
muchas de las casas, se construyeron columnas y ornamentos que los
monumentalizaron y dieron cuenta, en el ámbito de lo público, mediante
ornamentos diversos sostenidos por imaginarios de diferente tipo, de la
jerarquía de sus residentes, de sus procedencias, sueños y apetencias.
La cadena conformada por la sucesión de edificaciones a
veces se interrumpe de súbito, denotando un faltante, como un eslabón perdido a
través del cual es posible que otro llamado, diferente del claramente
establecido, irrumpa. La presencia de
vacíos como ruinas se repite de vez en cuando, mientras se intercalan altos
edificios que hablan de la industrialización y del progreso. Cada uno de estos hechos evoca dolor o
triunfo, pérdida y/o necesidad de cambio.
Los vacíos recuerdan incendios de mediados del siglo pasado, revueltas
populares que se desataron luego del asesinato del líder político Jorge Eliécer
Gaitán, en 1948; los edificios, algunos de ellos en gran altura, son construcciones
posteriores, símbolos del desarrollo económico, que ha buscado llenar esos
espacios, pero no ha sido posible y la memoria del dolor continua presente sin
poder ser aniquilada. Parecería que los
muertos de los diferentes momentos de violencia que allí se han sucedido aún
estuvieran deambulando y clamaran sepultura.[v]
El centro histórico recoge diferentes temporalidades,
diferentes sentidos del orden: La ciudad
colonial, la de la industrialización, la de la violencia, la de las multitudes,
la de los ritmos continuos y los discontinuos, la de las permanencias. Los posibles acuerdos establecidos en las
diferentes épocas se manifiestan en fragmentos que apenas se interceptan o
yuxtaponen, dejando un espacio para un sinnúmero de normas, y para un sinnúmero
de posibilidades. Las imágenes plásticas
y simbólicas se reúnen y ponen de presente imaginarios diversos, en tanto que
los vacíos que dan cuenta de lo desconocido, se ofrecen como provocación
constante para continuar y desentrañar un sentido que no cesa de fugarse.
Segundo tiempo:
De gentes, perturbaciones y goces
La ciudad hace suyos a cada uno de
sus habitantes, los integra a la espacialidad de su paisaje, los hace parte de
él, les ofrece identificaciones que le producen agrados y desagrados, rechazos
y angustias que se manifiestan en ambivalencias de diferente tipo. Los habitantes expuestos en la ciudad en los
que quiero detenerme, se refieren a algunos personajes y grupos humanos que han
sido caracterizados por la literatura y por los estudios sociales. Son
personajes que se han podido reconocer en medio del anonimato de las multitudes
que recorren las calles de la ciudad actual, por sus gestos, sus andares y
prácticas.
Estos habitantes que hacen parte
del paisaje quiero pensarlos como sujetos constituidos por sus goces, como
sujetos que en cada una de las prácticas que realizan se exponen al otro para
ser mirados en sus movimientos, fantaseados, deseados o ignorados. Freud en sus escritos habla de un sujeto de
deseo, que está en búsqueda permanente, y esa búsqueda le da orientación a su
‘ser y estar en el mundo’, y podríamos decir a ‘su hacer su vida’. No es un sujeto de necesidades instintivas
que se satisfacen con un objeto específico que adquiere, sino que es un sujeto
de pulsiones que buscan satisfacción a toda costa, lo cual quiere decir que en
cada uno de sus actos está incluido su cuerpo erotizado, sexuado; es un sujeto
de lenguaje en falta, que tiene que poder integrarse a una sociedad e
interactuar con ella en los campos simbólicos e imaginarios que la constituyan,
y además tiene que soportar sus propias imposibilidades e impotencias. Es como
diría Lacan, un sujeto de un goce que se detecta en sus acciones, gestos y
movimientos y también en el nombre que lo identifica[vi].
Con las aclaraciones anteriores, propongo mirar esa ciudad antes
descrita, como un paisaje habitado con personajes y grupos que han alcanzado
una nominación en la cual hay referencias a los goces en los que están
atrapados. Se trata de mirar esos goces
expuestos en el espacio del afuera, en el que llamamos público, el de las
calles, parques y plazas; de tratar de identificar las pulsiones que los
invaden y orientan, pues ellas marcan la escena donde aparecen. Al detenernos
en sus cuerpos, gestos y movimientos, es posible escuchar ecos de las voces de
mando que guían sus andares, rasgos de las lógicas que están en juego en la
manera de nombrarse, de presentarse, de apropiarse de los espacios, de
insertarse en la multitud; de poner en palabras orientaciones que gobiernan sus
ausencias y presencias.
Para no acudir a la imaginación que podría llevarme a describir
personajes fantásticos o poco creíbles, me apoyaré en la literatura y trataré
de señalar algunos que han sido tipificados y nombrados por algunos escritores,
personajes que considero que siempre han habitado la ciudad actual, desde sus
inicios en la ciudad industrial del siglo XIX, caracterizada por la aparición
de las multitudes y la desaparición en ellas, del sujeto. Al optar por este
camino recojo la propuesta de Walter Benjamín[vii],
cuando en su búsqueda por entender la ciudad del capital, volvió sobre la
ciudad industrial del siglo XIX, e indagó en aquellos autores que se detuvieron
en algunos personajes que parecían deshechos en medio de la gran masa humana, y
pudieron identificarlos y nombrarlos, como fueron entre otros Charles
Baudelaire y Edgar Allan Poe. Estos
autores lograron caracterizar algunos personajes cuyos comportamientos y
prácticas urbanas dan cuenta de habitantes de la calle atrapados en su propio
goce, alimentados por la multitud misma y expuestos a la mirada del poeta que
tiene la capacidad de narrarlos, de convertirlos en motivo para pensar lo que
en ella sucede, de atraparlos en medio de la perturbación que generan; de dar
cuenta de su manera de estar, de hablar, de mirar, de moverse, esto es de sus
goces en medio de la muchedumbre,. Con
las miradas de estos escritores y las nominaciones que proponen, la masa humana
que circula por las calles y parece ser impenetrable y homogénea, se disuelve y
descompone y aparecen sujetos que se ofrecen para ser reconocidos en sus gestos
y movimientos, en su pertenencia a uno u otro grupo, en sus propios
mundos. Estos personajes aún vagan por
las calles de la ciudad actual y arrastran su dolor, su lucha y su inercia, y
lo hacen al lado de otros aparecidos más recientemente en diferentes ciudades,
que buscan nombre y perturban con su presencia.
Me refiero a aquellos expulsados que quizás aún están impregnados del
aroma del campo de donde provienen, y que en su condición de desplazados
derivan por la ciudad sin orientación alguna, con el peligro de convertirse en
indigentes, desaparecidos o en N.N., aún con vida, o muertos sin sepultura.
Antes de detenerme en algunos de esos personajes que vagan por nuestra
calles quisiera traer a Jacques Prevert, el poeta francés, cuando deteniéndose
en las calles de su ciudad, dice:
HE VISTO A MUCHOS…
He visto a uno que se había sentado
sobre el sombrero de otro
Estaba pálido
Temblaba
Aguardaba algo… quién sabe qué…
La guerra… el fin del mundo…
No podía ni siquiera hacer un gesto
O hablar
Y el otro
el que buscaba “su” sombrero estaba
más pálido aún
y también temblaba
y se repetía sin cesar:
mi sombrero… mi sombrero…
y tenía ganas de llorar.
He visto a uno que leía los diarios
he visto a uno que saludaba a la
bandera
he visto a uno vestido de negro
tenía reloj
cadena de reloj
monedero
la legión de honor
y quevedos.
He visto a otro que arrastraba al
hijo de la mano
y que gritaba…
He visto a uno con un perro
he visto a uno con bastón de
estoque
he visto a uno que lloraba
he visto a uno que entraba en una
iglesia
he visto a otro que salía de ella[viii]
De la literatura mencionada, quiero hacer referencia a algunos de los
personajes que exponen su goce en la ciudad y que desde su creación siguen
estando presentes:
1.
El hombre de la multitud:
Edgar Allan Poe en el escrito “El hombre de la multitud”[ix],
a través de un narrador convaleciente que mira desde la ventana de un
café, da cuenta de la muchedumbre que
recorre las calles del Londres del siglo diecinueve. La examina y la presenta por grupos de
acuerdo con sus movimientos, vestimentas, maneras de caminar. Cada uno de ellos, le sugiere conexiones
diferentes con el mundo y mundos diferentes.
Los que la conforman se mueven sin parar, como si estuvieran atravesados
por un tiempo que les impide detenerse.
Su manera de caminar los presenta como autómatas que responden a una
especie de mecanismo oculto. Las miradas
simplemente se rozan, se evitan, pues detenerse en el otro podría desatar sentimientos
que no convienen, les impediría llegar a tiempo a alguna parte, desobedecer
alguna orden. Ellos parecen estar presos
de algún mandato, y su caminar por la ciudad lo denota. Parecen estar devorados por el goce de otro
que no les concede la posibilidad de deseo, y los despoja de lo que los
constituye, pues necesita consumirlos para su propio beneficio.
Poe reconoce un hombre que se desliza en medio de la multitud, sin dar
cuenta de una orientación. El escritor describe los movimientos mecanizados de
su cuerpo que parecen responder a una voz por fuera de él mismo, a algo que
parece desprenderse de esa multitud en medio de la cual se mueve
frenéticamente, como dice Benjamín cuando examina ese cuento[x]. “El hombre de la multitud” no puede
apartarse de ella, se mueve a su ritmo, allí encuentra su alimento, la hace su
cuerpo a la manera de un objeto oral que chupa, a la vez que se adhiere. De este cuento, Benjamín resalta la
automatización del hombre de la multitud,
consecuencia entre otras cosas, del shock
que según ellos, produce la gran ciudad. Vale recordar que tanto Poe como
Baudelaire tuvieron la experiencia de una ciudad que apenas surgía, en la cual
la multitud era un fenómeno nuevo que apenas se reconocía, pero que ya los
arrastraba en su masificación y anonimato, y les indicaba otras lógicas de
funcionamiento.
Muchos de los habitantes anónimos que recorren la ciudad actual, nuestras
ciudades, exhiben movimientos similares a los que caracteriza Poe en su
cuento. Podría decirse que el hombre de
la multitud es un personaje típico de la ciudad capitalista, como lo son
también los grupos que describe en medio de la muchedumbre. Su existencia pone de presente que esta
ciudad gobernada por un amo impersonal que impone la producción y se sostiene en
las necesidades del sistema en el cual surge, toma del sujeto su goce y lo
consume en su afán de producción y reproducción.
2.
El Flaneur y el poeta. El
flaneur es el personaje identificado por Baudelaire que se pasea por las
calles, que habita en ellas, que observa, pero que a la vez, como dice
Benjamín, parece no poder desprenderse de su espectáculo, estar preso de la
multitud. No puede dejar de mirar y, al
mismo tiempo, siempre está expuesto para ser mirado. Como en un juego de espejos, su imagen sólo
la reconoce en esa multitud que lo alimenta y sostiene, que le fija recorridos
y le da satisfacción.
Benjamín dice que Baudelaire en algún momento pensó que el flaneur era igual al poeta, pero
luego dice que no es así, pues éste, el poeta, se aparta, no participa del
juego. Necesita de la soledad[xi]. Baudelaire lo dice de la siguiente manera:
Quisiera descontento de todo el
mundo y descontento de mí mismo, redimirme y sentirme un poco orgulloso en el
silencio y la soledad de la noche. ¡Almas de los que he querido, almas de los
que he cantado, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vapores
corruptores del mundo! ¡Y tú mi Señor y mi Dios! ¡Concededme la gracia de
producir algunos versos hermosos para probarme a mí mismo que no soy el último
de los hombres, que no soy inferior a aquellos que desprecio! [xii]
Multitud, soledad: términos iguales y controvertibles para el
poeta activo y fecundo. Aquel que no
sabe poblar la soledad no sabe tampoco estar solo en medio de una muchedumbre
atareada.[xiii]
3. El hombre de arena: El
acercamiento a la literatura como posibilidad de reconocer comportamientos del
ser humano, de entender su vida, también lo realizó Freud, y en esa indagación
se detuvo en el cuento ‘El hombre de
arena’ de E.T.A. Hoffman, cuando en su escrito “Lo Ominoso”[xiv]
trata de explicar este sentimiento, y habla de cómo lo familiar tiene la
posibilidad de convertirse en no familiar.
Para ello hace referencia a la relación existente entre el hombre de arena y Nathaniel,
protagonista del cuento, la cual está marcada por el terror que el primero
causó en el segundo, desde el momento mismo cuando en la infancia, se le
amenazaba con su presencia. El hombre de arena es un personaje de
quien se desconoce su procedencia, y solamente se le ubica por su
comportamiento, el cual de acuerdo con la descripción de Hoffman, se
caracteriza por arrojar arena a los ojos de los niños, para luego robárselos y
dárselos de comida a sus pequeños. Su
caracterización, dice Hoffmann, es usada con frecuencia por madres y nodrizas
para asustar a los niños que se portan mal.
Este cuento le sirve a Freud para desarrollar su teoría sobre la angustia
y lo siniestro que quiero relacionar con la experiencia de la ciudad. De su exposición se puede deducir que el hombre de arena puede ser un personaje
de la multitud que tiene la capacidad de causar terror a quien lo encuentre; o
de aparecer en otros que parecen conservar algunos de sus rasgos, y de nuevo
despertar en quien lo experimenta, el sentimiento de lo siniestro, pues lo
caracteriza como el que mutila, el que quita un órgano, el que castra. Este personaje amenaza con la posibilidad de
suprimir el órgano de la visión, un órgano relacionado con el poder ubicar al
Otro como testigo que legitime al sujeto, a su imagen, y de esta manera
posibilite un camino para su deseo. Este
hecho lo hace causante de producir no sólo terror sino que debido al
sentimiento que despierta, parece encarnar la posibilidad de aparecer
multiplicado, a la manera de un doble,
en personajes diferentes; esto es, como un fantasma que tiene la facultad de
aparecer y desaparecer cuando nadie lo espera.
En tanto que la calle de la multitud ofrece una gama de personas sin
rostros, vaciadas de identidad, parece darse un ambiente de fácil moldeabilidad para asumir el rostro del fantasma de quien
mira. De esta manera lo familiar del
paisaje recorrido se convierte en no familiar, y la multitud que parecía poder
reconocerse desde la distancia se complejiza, pues en ella no sólo se
encuentran personajes que pueden agredir y hacer daño, sino también fantasmas
que tienen la posibilidad de despertar todos los temores.[xv]
La interpretación que hace Freud de este cuento, permite pensar que
también los objetos mecánicos que invaden la ciudad y se exhiben en las calles
y vitrinas, pueden por alguna circunstancia psíquica del sujeto, adquirir vida
y ser objeto de temores y fantasías de quien se encuentra en la calle, en medio
de la multitud. Ellos son parte del
paisaje y pueden llegar a invadirlo de tal manera, que sea imposible
diferenciar lo orgánico de lo inanimado.
Lo inanimado como sustitución de lo orgánico es algo que se ha ido
imponiendo en la sociedad capitalista, y la ciudad, desde sus inicios, llena de
mercancías y de objetos mecánicos, da cuenta de ello.
Sobre otros personajes:
Los
anteriores personajes han sido identificados en sus angustias, temores y goces
por diferentes autores que han enfrentado los temas de la multitud y del sujeto
en medio de ella; sin embargo, creo que es necesario que siguiendo el camino
por ellos esbozado, podamos mirar otros
goces expuestos en las calles de algunas ciudades actuales y la manera
como las particularizan con nuevas significaciones y sentidos. Sitios que en una época pudieron tener una
clara destinación social, empiezan a transformarse y a perder su carácter
original, debido a la aparición de nuevos grupos que se amalgaman en torno a
causas oscuras que los lanzan a andares sin rumbo claro, a incorporarse a una
multitud que parece extenderse al infinito.
(No quiero detenerme en las posibilidades que brindan las tecnologías de
la informática para el encuentro con una multitud virtual que parece ofrecer
caminos infinitos para múltiples identificaciones y también para que en medio
de lo que parece familiar, aparezca lo desconocido, lo que angustia, la
muerte.)
Haré mención solamente a dos de los personajes de la ciudad
contemporánea, que entre muchos otros, han sido nombrados de alguna manera, y
merecen ser investigados con más detalle, ellos son el desplazado y el NN:
Del desplazado al indigente: Una de las características que ha
identificado a la multitud de la ciudad capitalista, basada en las leyes del
mercado, es la movilidad, el cambio forzado de territorio debido generalmente,
a situaciones relacionadas con la política y la economía. En el caso de Colombia esta expulsión se ha
dado acompañada de la violencia física, y a los que la han sufrido, se les
denomina desplazados. EL desplazado se caracteriza por haber sido
expulsado de su lugar de origen o de algún lugar, y por encontrarse sin plaza,
desprotegido, desprovisto, desamparado y a la vez vacío, despojado. Muchos de ellos se apropian de alguna esquina
de la ciudad, a la manera de un territorio, y desde allí exhiben su condición
de desposeídos, acompañada de un pedido insistente y a veces agresivo, de
alguna donación para suplir sus necesidades.
La situación en la que se encuentran tiene riesgo de convertirse en
permanente, y ello puede llegar a producir sentimientos de angustia en quien
los observa debido a diversas razones, entre las cuales pueden
mencionarse: a) su condición de personas
que han sido expulsadas de sus lugares de origen por la violencia, asociada
generalmente, a imágenes de violencia y de muerte; b) su condición de personas
desposeídas expuesta en medio de la calle, se asocia con abandono y con el
peligro de una caída total en la
indigencia, la cual puede llegar a convertirlos en una especie de deshecho
humano (algunas veces los llaman
desechables). Las condiciones de
despojo en las que se encuentran hacen que no puedan tener el control debido
sobre las emanaciones de su cuerpo, de tal manera que éste, casi llega a
confundirse con aquellas, a ser únicamente deshecho. Es un cuerpo que se descompone en vida a la
vista de todos, y ello se presenta para muchos, como una especie de peste de la
que hay que alejarse.; c) su estadía en
la calle, si bien en un primer momento se presenta como coyuntural, como una
transición, amenaza con convertirse en permanente, no sólo porque no es seguro
que encuentren algún empleo y un sitio donde refugiarse, sino porque la misma
posición de víctimas en la que se presentan, puede llevarlos a comportamientos
que encuentren alguna complacencia en ese estado.
El convertirse en indigente podría asociarse con un
rasgo relacionado con un vaciamiento interno, con no poseer nada, no poder dar
nada, no tener o retener algo; con un
cuerpo que no posee, que no excreta, que está vaciado, que no ha heredado nada,
que no ha acumulado, que deambula vacío, agredido, mutilado. No hay respuesta a la demanda del Otro,
porque no tienen nada para dar.
1.
El N.N. vivo y muerto: El
N.N. se refiere al que no tiene un nombre propio que le posibilite una
identidad, en el cual pueda reconocerse un primer destino dado por el padre, un
deseo que pueda ser reconocido por el otro semejante y por el Otro como parte
de su goce. La falta de nombre propio se
presenta como imposibilidad de reconocer la carencia de una tradición, de un
linaje en el cual se inscribe, de un deseo con el cual pueda identificarse[xvi]. Al carecer de nombre, el sujeto desaparece y
se convierte en parte de una masa donde no hay diferenciación, y donde esa masa
misma, parece ser su propio sostén. El
nombre propio es una distinción, que en una comunidad cercana puede indicar
origen y procedencia. El nombre propio
distingue y da una posibilidad de forma.
Es la presencia de la voz del padre que nomina. Cuando ella no está, es la ausencia de esa
voz la que se impone, y el sujeto no puede encontrar deseo alguno.
El N. N. puebla de manera
generalizada no sólo las calles, sino los morgues y los cementerios. Sus fantasmas recorren nuestras ciudades
pidiendo que se les llame por su nombre, que se les identifique.
A modo de cierre: Cada uno de los personajes anteriormente
señalados está definido por rasgos que se refieren a su goce, el cual se
presenta, en muchos de ellos, de manera descarnada, sin velo alguno y se ofrece
como rasgo que da pie para que la angustia aflore. Ellos se refieren a la pérdida de algo, relacionada
con el otro, con la manera de interactuar en y con él. El
otro de la calle se ofrece como espejo de identificación, sin embargo al
mirarlo, la imagen que ofrece no siempre es la que quisiera verse, sino que es
una imagen cargada de aspectos que preferirían evitarse, pues se teme que ellos
devuelvan un rasgo propio que no quiere verse.
Con lo dicho anteriormente considero que es posible abrir camino para
escudriñar en la multitud y encontrar al sujeto en la búsqueda de orientar su
deseo, de lidiar con su goce. Ello
ayudará a señalar las lógicas que allí se encuentran, las posibilidades e
imposibilidades de acercamiento y diálogo.
Quizás encontremos allí los grandes personajes que fundan nuestras
ciudades acompañados de Aurelianos Buendías y de gitanos que portan sus saberes
como el viejo Melquisedec de Cien Años de
Soledad[xvii]
de Gabriel García Marquez, quien a la manera de gitano habita las calles y
ofrece diferentes objetos que tienen poderes desconocidos; o de Genovevas
Alcocer, que como lo cuenta Germán Espinosa, en La Tejedora de Coronas[xviii],
va errante por el mundo presa de su deseo de saber, camuflada en medio de las
multitudes para no ser vista; o de Ulises Lima personaje de Los detectives salvajes[xix]
de Roberto Bolaño, que va inventando mundos con base en sueños poéticos
para poder vivir en medio de esas grandes ciudades en las que no se le acoge ni
es reconocido. Tantos y muchos otros han
sido seguidos por poetas y literatos quienes han indagado en sus vidas. Pero
allí quedan los otros, los sin nombre, que parecen crear puntos huecos en el
paisajes, vacíos que se agrandan y lo descomponen, solicitando ser nombrados
para poder existir.
La ciudad se ofrece como una maraña de tramas urbanas,
mientras lo imaginario, de manera visionaria, acompaña formas de actuar de sus
habitantes a través de gestos, de movimientos, de maneras de vestirse, que a
veces se desprenden de la tradición, y en otras la transgreden. La ciudad en su acción cotidiana revela ese
hacer del ser humano, su fragilidad y contingencia, sus búsquedas y logros, sus
aspiraciones. No es la gran composición
sino la mirada a ese suceder lo que da pie para comprenderla en su posibilidad
de dar cabida a un habitar que se sucede entre la acción y la representación,
el movimiento y la memoria.
La ciudad se inserta en la trama de
la experiencia de la vida de quienes la habitan. Su morfología habla de su conformación
plástica en relación con la tierra donde se asienta, de su topografía y clima,
de su paisaje. También habla de los
valores instituidos, del bien legitimado, que ofrece un campo simbólico para el
hacer humano, que se manifiesta en un lenguaje, en unas jerarquías
establecidas, que condicionan un hacer que se sucede en un tiempo
histórico. Su experiencia convoca
memorias que se refieren a ese transcurrir, a costumbres particulares, a
afectos que se recrean o se ocultan, que se repiten o modifican, a la vez que
ponen de presente lo no sabido, lo irracional y lo innombrable.
[1]. Este escrito fue leído en la bienal de Arte y
Arquitectura de Canarias, abril de 2008.
En la actualidad se encuentra en elaboración.
[i]. En escrito es producto de una investigación,
sobre el tema “Ciudad, instituciones y sujeto”, realizada por la autora, de
manera continua desde el año 2002.
[ii]. Este modo de detenerme en la imagen de la
ciudad recoge el planteamiento de Aldo Rossi sobre la existencia de algunos
hechos urbano que permanecen en el tiempo y le confieren estructura. Ver Aldo Rossi, La arquitectura de la Ciudad, Ediciones Pili, Barcelona, 1983.
[iv]. Ver Jaime Salcedo, Urbanismo
Hispano-Americano, siglos VI,XVII y XVIII, CEJA, Bogotá, 1999.
[v]. Sobre este tema ver Beatriz García Moreno, Experiencia, imagen y arquitectura, el
camino de Bergson, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad
Nacional, Bogotá, capítulo 3, sin publicar.
[vi]. Jacques Lacan, Seminario 10 La Angustia, Paidós, Buenos Aires 2005.
[vii]. Se hace referencia al texto de Walter
Benjamín, Algunos temas en Baudelaire
en Iluminaciones II, Taurus Ediciones S.A., Madrid, 1972.
[viii]. Jacques Prevert,, Palabras, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1971 págs
43-44.
[x]. Walter Benjamín, op.cit.
[xi]. Charles Baudelaire, op.cit.
[xii]. Op.cit., pág. 35.
[xiii]. Op. cit, pág. 39.
[xv]. Sigmund Freud, op. cit.
[xvi]. Jacques Lacan, (2005), De los
nombres del padre, Paidós, Buenos Aires, págs. 65-103.
[xviii]. Germán Espinosa, La tejedora de Coronas, Montesinos, España, 1982.
[xix]. Rberto Bolaño, Los detectives salvajes, Editorial Anagrama, Barcelona, 2006.
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